La princesa roja


No me rajaba, nunca me le rajé a nadie. Y conmigo le cae de madre al que se raje.
"Jesusa Palancares"

Mientras ciertos intelectuales plebeyos hurgan desesperadamente en sus arbolitos genealógicos por algún rastro principesco o cuando menos europeo, la princesa Hélene Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska, mejor conocida como “la Poni”, descendiente directa de aquel Poniatowski que traía loquita a la implacable Catalina de Rusia, pasa entre nosotros por señora sencillota y campechana. Su actitud llama a la confianza, al cariño; a tocar su carita llena de pecas y tics conejiles. Válgame, Elena, “la Poni”, la que se dio en toda la torre como cualquier hija de vecino aquel 2 de octubre de 1968 (“manos aniñadas porque la muerte aniña las manos”); la que calzando tenis recorrió las ruinas de su ciudad devastada por el terremoto del 85 y defendió el derecho al aborto de Paulina, la niña dos veces violada (la segunda fue una violación moral)... la que dijo NO al Premio Villaurrutia 1971 que se le concedió, qué ironía, por su libro La noche de Tlatelolco pues... ¿qué premio reviviría a su hermano y a los miles de muchachos masacrados? Le rehúye como a la peste a los títulos de nobleza, incluyendo el de “escritora”; “(...) ni siquiera creo que soy muy buena, pero sí sé que tengo el oficio de escribir. Lo tengo desde 1953 y lo ejerzo”, según declara ante José Gordon y Guadalupe Alonso. Y vuelve a renegar de su corona en el libro Amanecer en el Zócalo, los 50 días que confrontaron a México (Planeta, 2007): “Como escritora, me habría gustado ser John Berger, pero como no lo fui y tampoco creo poder llegar a serlo, trato de fijarme cómo le hace John Berger para retratar a los demás. Desde 1953 me fijo en los que caminan por la calle, el barrendero con sus siete perros, Tere la limonera en el mercado de Coyoacán, Lucía la que cose a domicilio, los que vinieron al campo al DF y todavía traen manos de ordeñar vacas, de trasquilar borregos, de palmear tortillas. Intento vivir pensando en aquellos que tienen que irse a los Estados Unidos porque si no morirían de hambre y en los que no logran irse y mueren de hambre.” (p. 156).
Pero es, ante todo, abuela de varios niños mexicanos cuyos retratos siempre carga consigo para mostrarlos con enternecedor orgullo: “Mira, esta es Luna…”
La enamorada de México nació el 19 de mayo de 1932, en París. Hija de Jean Evremont Poniatowski Sperry, heredero de la corona polaca, exiliado en Francia, y de la asimismo exiliada Dolores Amor, alias Paulette, hija de una familia porfiriana. Como primogénita, a Hélene correspondería el título de reina de Polonia, país por el que siente gran cariño, particularmente porque fue durante una estancia ahí, en la década de los sesentas, que reafirma su sentimiento de compromiso para con los desprotegidos. Durante la Segunda Guerra Mundial, el príncipe Poniatowski se alista en el ejército y Paulette, o Paula Amor Poniatowska, tal como lo relata en su autobiografía No me olvides (Plaza & Janés, 1996), a la que resulta imposible no vincular con Flor de lis, el único libro autobiográfico de Elena, huye, junto con sus hijas, Elena y Sofía, o “Kitzia”, a México. Ahí nacerá Jan, el tercer hijo de los Poniatowski, el querido hermano de Elena muerto en un accidente automovilístico a los 21 años. Es en México donde Elenita, siempre a cargo de las “muchachas”, aprenderá de estas el castellano del pueblo que tan maravillosamente utiliza, particularmente en su primera novela, publicada en 1969, Hasta no verte Jesús mío, cuya protagonista, Jesusa Palancares, segura de haber sido reina en su otra vida, es un personaje picaresco único en las letras mexicanas, que no obstante su condición triplemente desventajosa (mujer, indígena y analfabeta), se sale siempre con la suya. Es Jesusa Palancares, a todas luces, un homenaje de la princesita a sus queridas “muchachas”.
Pero Elena se inició en el periodismo tras haber estudiado en un internado religioso de Estados Unidos entre 1949 y 1952 y haber sido secretaria de un negocio paterno que quebró al poco tiempo. La sangre azul no garantiza la “papa”. Las niñas rubias no tienen garantizada la felicidad como popularmente se cree en México, y Elenita empieza por hacerle a la reporteada de Sociales (firmaba sus notas con el enigmático seudónimo “Hélene”), hasta que Fernando Benítez la rescata para “México en la cultura”, del periódico Novedades. Joven, bonita, ingenua y autodidacta, combinación por demás suculenta para los lobos feroces, Elena no tarda en causar sensación con su muy “jesuso” estilo, mezcla de ingenuidad y malicia; mezcla de princesa y “muchacha” de cocina. Soy de la idea que Elena explota su aparente inocencia para que sus entrevistados se sientan confiados y a sus anchas y terminen despepitándolo todo. Pidió mano para entrevistar al guapo debutante Carlos Fuentes cuando publicó La región más transparente —“Carlos Fuentes te sacaba mucho a bailar y no sabes los pisotones que daba”—; a Francois Mauriac lo hizo perder los estribos, según consta uno de tantos volúmenes de entrevistas Todo México. A Juan Rulfo, entercado en su silencio y alérgico a las entrevistas, particularmente si eran realizadas por muchachas bonitas, le sacó toda, toda, toda la sopa. Ante Diego Rivera ni se inmutó cuando este afirmó desayunar niñas güeritas. Al que sería su esposo, el astrónomo Guillermo Haro (1913-1988), cuya vida inspiró La piel del cielo, lo conoció por entonces: “Me trató muy mal –narra Elena a Gordon y a Alonso- Yo fui a entrevistarlo en la torre de Ciencias de la UNAM y recuerdo que me dijo que los periodistas son los desechados de todas las carreras... “Le apuesto a que usted, señorita, no trae ni papel ni lápiz”. Yo escarbé en mi bolsa como gallina y de verdad, no traía ni papel ni lápiz”. Miguel Covarrubias, vida y mundos (Era, 2004), rescate hemerográfico de Antonio Saborit, además de confirmar mis sospechas respecto a la técnica de Elenita para granjearse la confianza de sus entrevistados, es invaluable testimonio del periodismo cultural de los cincuentas, una radiografía del trabajo juvenil de Elena: preguntas parcas, directas, pachonas, sin florituras ni alardes... impresiones francas hasta la crudeza sobre sus entrevistados, insolencia que, lejos de molestar, enternece. Como la de una niña. A Rosa Rolando, la amante del artista plástico, la describe en los siguientes términos: “(...) fue algo así como su Tanagra doméstica, su escultura de a de veras, su rosa cotidiana, su flor profunda y carnal.”
Elena incursionó en la literatura de ficción en 1973 con Lilus Kikus. Se supone que debía sentirse apabullada por la sombra de su bellísima tía, la poeta Pita Amor —de quien realiza un despiadado retrato en Las siete cabritas (Era, 2000)—, pero Elena nunca ha sido competitiva, quizá por ser única en su género: solo a ella se le da esa curiosa mezcla de periodismo frívolo con periodismo humanista. Son sus libros testimoniales y periodísticos los que revelan su cara seria y profundamente comprometida: Su ostensible adhesión ideológica al comunismo —que le mereció entre sus parientes el apodo de “Reina Roja”—, con la que hasta la fecha comulga, está implícita en Tinísima, biografía novelada de la fotógrafa italiana Tina Modotti, donde hasta las señoras ricas que atiborran sus talleres literarios, de los que han salido autoras nada despreciables como Rosa Nissán, Rosamaría Casas y Amélie Olaiz, suspiraron por el subversivo y sexual Julio Antonio Mella —“Los cubanos aman con su sexo. Salen a buscar a las mujeres; las alientan con su sexo. Mella así amaba a la universidad. La tomaba en brazos, la detenía en la esquina, la poseía, filtraba el sol por sus ventanas”—; es esta, la novela erótica de Elena Poniatowska, donde Julio y Tina, arrebatados desde la primera mirada, se aman de pie y contra la pared.
En 2001 gana el Premio Alfaguara con la bildungsroman La piel del cielo, una ficción en torno a su esposo, el astrónomo Guillermo Haro, rebautizado como Lorenzo de Tena, donde recrea un México fluctuante, el de los Buicks, los sombreros y los guantes y los vendedores de toques eléctricos; el que crece aceleradamente entre los años veinte hasta casi los albores del siglo XXI, con un protagonista varón de intensa vida amorosa, idealista furibundo que se refugia en la contemplación de las estrellas. Su siguiente novela, acreedora al Rómulo Gallegos 2007 que recibió de manos del mismísimo del presidente Hugo Chávez, en Venezuela, El tren pasa primero (Alfaguara, 2005, Premio Rómulo Gallegos 2007) subraya su pasión por los varones de armas tomar y corazón de condominio, quienes, como en Paseo de la reforma o La piel del cielo, invariablemente encontrarán en su camino una mujer asimismo dispuesta a conquistar sus ideales políticos y a amar de espaldas a los convencionalismos, y contra la pared. Trinidad Pineda Chiñas es el héroe de esta novela que recrea, casi fotográficamente, el movimiento ferrocarrilero que hizo albergar a los mexicanos esperanzas respecto a un auténtico cambio político y social. Trinidad, líder de los amos de los rieles, enfrenta primero a los llamados “líderes charros” (“El charrismo era una estructura del Estado, su obra negra”), es decir, los coludidos con quienes se encargan de exprimir a los trabajadores; después, al mismísimo presidente Miguel Alemán, quien termina por sentirse apabullado ante la terquedad de Pineda Chiñas, que parece incluso dispuesto a dejarse matar si con ello obtiene para sus compañeros unas condiciones de trabajo dignas. Lo que de entrada conmueve de estos personajes, es el hecho de que trabajan, sí, por necesidad, pero, sobre todo, por pasión a la máquina y lo que ella concede a su eventual amo, como bien se señala en el caso del propio Pineda: “(...) El tren era su modo de estar sobre la tierra, era su padre muerto, su madre llevándolo de la mano a la estación, el tonelaje de carga de todos sus sentimientos, la ceiba más alta de su tierra. Hacía mucho que el silbato resonaba en su corazón y se había convertido en un animal sagrado que dejaba su esencia en su sueño de niño y lo mecía hasta el amanecer. El tren era su anual, su otro yo. “No fui ardilla, ni tuza, ni conejo, ni lagarto, yo fui locomotora.” (p. 28).
Elena, devastada tras la muerte de su mejor amigo, Carlos Monsiváis
Por supuesto, el triunfo de Trinidad Pineda sobre la burocracia, el gobierno y la injusticia social no está predestinado a perdurar, no en este país donde la democracia es, más que una ficción, una utopía. Durante el siguiente sexenio se emprenderá una sucia campaña de desprestigio contra aquel a quien todos tienen por héroe, y terminará encarcelado, denigrado, acusado de comunista y aliado de los rusos. Es probable que, como le reprochara su mejor amigo, Saturnino, Trinidad se haya excedido en la franqueza de sus críticas y exigencias: “En política hay que maniobrar y no decidir tajantemente como lo haces.” (p. 82). Independientemente de la intriga política, El tren pasa primero aborda también esa suerte de pasión incestuosa, que tiene más de identificación ideológica que de sexo, entre Trinidad y su sobrina Bárbara, la cual lee fanáticamente a Simone De Beauvoir, usa el cabello corto y lleva pantalones. Trinidad se identifica más con esta muchacha que parece dispuesta a morir por su causa, como tantos estudiantes (en esta novela se plantea el inicio de la simbólica alianza entre el gremio de ferrocarrileros y el de los universitarios), que con su fiel aunque tradicional y tolerante esposa y madre de sus hijos. “Tío... No quiero ser una copia de mis pobres tías, ellas mismas ya son copias borrosas de sí mismas, copias de copias de lo que de alguna vez quisieron ser (...) Yo soy mi propia mujer. También Simone de Beauvoir se levantó contra eso de que anatomía es destino.” (pp. 95 y 96) El amor le enseñará al héroe degradado –que en el santoral mexicano se cuentan por montones- más de lo que jamás hubiera imaginado. Por ejemplo, “(…) la certeza de que la conciencia no surge de la fe, sino de la duda.” (p. 96).
Leyendo esta magnífica novela que, como todas las de Elena, carece de alardes, reboza frescura en sus diálogos y agilidad periodística, no puede uno menos que echar de menos aquella pintoresca estación Buenavista cuyo terreno alberga por lo pronto una mega biblioteca que alguna fue noticia y objeto de una campaña política, y hoy a nadie le importa. Elenita, como Jesusa, como Trinidad, como Mella, como Tinísima... como Leonora, la heroína de su más reciente y apasionante novela –mi favorita, he de confesar- y tantos y tantos personajes suyos que nunca se cruzan de brazos y no vacilan en tomar un rifle, una pancarta o un libro, si con ello logran cambiar un poquito el mundo, no acostumbra quedarse callada. No podía dejar de formar parte de otro de los acontecimientos más significativos de la historia reciente de México: la “criminal” toma de Reforma, la avenida más transitada del país y de las más transitadas del mundo, por miles de ciudadanos inconformados por lo que, a todas luces, era un fraude electoral. Un acto que los ricos que circulan a diario por allí califican como “terrorismo”, sordos y mudos, sin embargo, a los cientos, miles de inocentes que a diario mueren en en llamado “fuego cruzado” entre militares e integrantes del crimen organizado. Elenita, no obstante no ser ya la muchacha trémula de indignación que sorteó las balas en Tlatelolco; tampoco la mujer robusta que escarbó entre los escombros que el terremoto del 85 dejó a su paso, se plantó durante varios días con la multitud que exigía claridad en un proceso electoral por demás turbio que, en cierto modo, dio origen la pesadilla que México vive actualmente. Confiesa que no se hubiera involucrado si el candidato afectado, representante de la izquierda en que la princesa roja había militado convencida toda su vida, no la busca personalmente a su casa de Chimalistac para delegarle la responsabilidad de convertirse en la vocera de la indignación del pueblo burlado. Ella misma lo relata en su espléndida crónica Amanecer en el Zócalo, en la parte titulada precisamente “Llamando a mi puerta”: “Sólo sé decir que sí, ésa es la gran tragedia de mi vida”.
Pero si bien, en un principio, Elenita se sintió moralmente obligada a dar la cara por este rebelión que no por pacífica y cultural dejaba de ser rebelión, insurrección…insurgencia… palabras casi tabú para los mexicanos, y se adhirió entusiasta a la exigencia popular de efectuar un recuento de votos (que ha sido efectiva en tantos otros países donde la mínima sospecha de error basta para repetir todo el proceso), porque ella misma estaba convencida, y muy indignada ante las pruebas contundentes de un fraude electoral a favor del candidato de la derecha. Reconoce, sin embargo, haber sido ingenua… ingenua de verdad, quiero decir, al aceptar filmar un spot televisivo que la colocó en el ojo del huracán: “(…) Filmé otro spot muy ingenuo el mismo día en que platicamos (López Obrador y ella). En él pedía a los panistas que no mintieran ni calumniaran al decir que Andrés Manuel era un peligro para México. La publicista Tere Struck mandó un coche por mí y un señor muy amable, el chofer y yo, fuimos a un estudio rascuache cercano a mi casa. Una muchacha de manos dulces me peinó y no tuve que repetir sino una vez el texto escrito sobre mi libreta Scribe. Salió al aire el 7 de abril de 2006 (por cierto, nunca me lo mandaron como prometieron) y a partir de entonces me tocó una semana santa de lanza en el costado, esponja, vinagre y corona de espinas. “Tú te lo buscaste, el que se mete a la cocina sale chamuscado”, comentó Rossana Fuentes.”
A favor de Elenita puedo decir que difícilmente una buena persona como ella (me consta que es buena persona, como le consta al pueblo que se ha acercado a ella y ha recibido cariño, solo cariño) difícilmente podía prever que se enfrentaría a personajes tan siniestros, perversos y misóginos que supieron convencer a través de campañas difamadoras de que doña Elena era la dulce abuela en cuyas faldas se refugiaba el candidato vapuleado. “(…) una mujer prestigiada en el ámbito literario pero muy ingenua en lo político”, diría Luis Martínez, aunque el destacado escritor Fernando del Paso la defendió: “El PAN, como partido político, le debe una disculpa, porque es una ciudadana mexicana que no está cometiendo un delito, está ejerciendo su derecho como ciudadana al apoyar a un candidato en el que ella cree, independientemente de lo que éste sea.” El pueblo de México se partió en dos, no solo en el aspecto político (por aquellos días se registraron cientos de grescas callejeras entre “calderonistas” y “lopezobradoristas”) sino en los que estaban a favor y en contra de la colaboración de Elena Poniatowska con la Izquierda. Los insultos telefónicos a media noche se volvieron cosa de todos los días, lo mismo que los vítores y los abrazos espontáneos a su paso. Su propia hermana Kitzia le reclamaría airadamente su involucramiento en este asunto que había desatado pasiones extremas en los ciudadanos: “¿Te crees Juana de Arco o te pegaste en la cabeza? Estás totalmente zafada, nunca has estado en la realidad pero ahora menos. AMLO es un engañabobos que va a llevar al país al desastre y tú allá pegada. Salte, mana, salte, esa gente no te merece, salte.” Y más adelante le insistiría a su muy jesusa hermana: “(…) ¿No te das cuenta de que le haces un daño horrible a tus hijos y también a los míos? Santiago tenía un año haciendo un proyecto de una casa para Roberto Hernández y lo canceló y Santiago es solo tu sobrino. ¿Qué pasará con tus hijos? ¿Cuánto tiempo más vas a seguir en la inopia?” Es cierto, acepta Elenita: Mi familia, mis hijos –salvo Mane que está en la UAM-, mi nuera poblana, padecen las consecuencias de mi adhesión a AMLO.” (p. 200).
Pudiera decirse que llegó el momento en que Elenita se tornó indiferente tanto a unos como a otros. Amanecer en el Zócalo recoge no solo la crónica de aquellos cincuenta días de enfrentamiento que amenazaban con desembocar en revuelta civil, sino también su cansancio ante lo que de pronto se perfiló como causa perdida y su deseo de retirarse a su casa a descansar, de asistir a otra misa que no fuera la de siete, oficiada por López Obrador (Elenita se reconoce una roja muy católica), pero no es la única cuyas fuerzas menguan. El movimiento mismo se va extinguiendo por influjo de la criminal sordera de las instituciones encargadas de hacer valer la democracia en México. Los ánimos de los rebeldes pudieran compararse con los de los estudiantes del 68 que salieron a expresar su disgusto contra el gobierno y terminaron baleados o desaparecidos. En este caso no se baleó ni se desapareció a nadie, se recurrió a una estrategia peor: burlarse de los inconformes, exhibirlos ante la opinión pública como renegados y malos perdedores. Elenita, quien a la fecha ha dejado de recibir llamadas donde la llaman “pinche vieja puta”, publica esta crónica de manera muy oportuna, que no oportunista (ha transcurrido un año de los hechos relatados en el libro), donde deja constancia, en cifras e impresiones recogidas de primera mano, y en el fragor de la batalla, de los reclamos del pueblo estafado, del número de urnas violadas, del número de votos misteriosamente desaparecidos, de las triquiñuelas electoreras para convencer a los mexicanos de la peligrosidad del candidato de la izquierda, de las amenazas y los insultos, de las alianzas entre ex miembros del PRI y el nuevo partido oficial y de los atentados físicos y morales contra los paristas… pero también, en un espléndido ejercicio de objetividad y autocrítica, de los errores cometidos por ella misma, por su candidato y por los estrategas de este movimiento que, aunque fracasado, ha pasado a ocupar un lugar de honor en la historia de México: “Al doblar la esquina, allí los veo, presencia segura, amistosa, confiable. Confío en ellos. Necesito de ellos, necesito de mi país. Quizá porque no nací aquí necesito más de él que de nadie. En estos días vivo como siento que hay que vivir o como quisiera que todos viviéramos…” (p. 237)
La más reciente hazaña, literaria en esta ocasión, de la reina roja, es la obtención del Premio Biblioteca Breve 2011 con la que considero la mejor de sus novelas, Leonora, donde, periodista al fin y al cabo, recoge la historia de un personaje real que, sin embargo, parece salido de un cuento aterradoramente hermoso: la pintora inglesa radicada en México, Leonora Carrington, que aún vive –tiene cerca de 100 años de edad- y con quien Elena tiene más de un punto en común. El que la pintora aún viva y esté rodeada de una familia numerosa, pensé antes de empezar a leer la novela, supondría una autocensura para la novelista-biógrafa, y sin embargo la narración fluye con caudalosa libertad y sin tender velos en detalles tales como la avasalladora pasión juvenil que vivió Leonora con el también pintor Max Ernst, o su paso por el manicomio en Salamanca que la propia Leonora narra con tintes de cuento de hadas en su libro Memorias de Abajo…o su accidentado matrimonio con el escritor y periodista Renato Leduc, quien la trajo a México para sacarla de una Europa inmersa en la Segunda Guerra. Por supuesto, Elena expone detalles que no aparecen en la narración de Leonora, y que la propia pintora debe haberle revelado (recordemos que Elena es experta en sacar toda la sopa). Nadie mejor que Elena Poniatowska para novelar la increíble historia de una mujer por completo ajena a este mundo; una mujer que hablaba la lengua de los caballos y se considera a sí misma una yegua desbocada.
El mayor reto que presentaba esta narración –y considero que Elena lo libra con bastante decoro- era recrear el mundo de los surrealistas, en que Leonora permaneció inmersa durante varios años y la afectaría por el resto de su vida. No bastaba con que Leonora se lo contara: salta a la vista que Elena se sumergió en una investigación exhaustiva que le permitió “traducir”, por decirlo de algún modo, las complejas personalidades de Max Ernst, André Breton, Paul Eluard…los mecenas Edward James y Peggy Guggenheim, todavía más estrafalarios que sus protegidos, entre otros. Pero sin duda la más difícil de descifrar era la propia Leonora, la inglesa irreverente que se creó un mundo a su medida, sin excluir de él a sus dos hijos, Gabriel y Pablo, pero sí a su esposo, el bondadoso –pero convencional- Chiki: “(…) El arte confinado a la tradición es como un animal enjaulado. Encarcelar a una criatura es quitarle su grandeza. Hay poco espacio para la fantasía dentro de la jaula del arte tradicional. Las inhibiciones, tan firmemente establecidas, todavía mantienen su poder, no importa cuántos permisos se den los hombres a sí mismos.” (Seix Barral, Barcelona, 2011, p.86)
Finalmente, entre Elena y esta pintora en particular –porque Leonora no es una pintora como las demás, del mismo modo que Elena no es exclusivamente escritora, sino ante todo periodista- existe una semejanza grandiosa: del mismo modo que los personajes literarios terminan por volverse autónomos e ignorar la autoridad de su creador, los asombrosos personajes pictóricos de Leonora Carrington, “se suben solos a la tela” (p. 358)
Leonora, que también podría aconsejarle a la agobiada Elena que no solo sabe decir sí, lo mismo que a Remedios Varo, su mejor amiga: “Libérate de la expresión estereotipada, libérate de las creencias de todos, libérate de los lugares comunes, libérate de las visitas, libérate de aquellos que se consideran visionarios, me lo dicen los dos hemisferios de mi cerebro.” (p. 405).

Chécate la Trenza dedicada a Leonora Carrington


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