Sombra iluminada


Foto: Rogelio Cuéllar

Me gusta estar en las sombras. Por eso escribo.

Aunque algunos de los que me lean –si es que esto puede ser aún posible- les parezca contradictorio, hay cuerpos y hay seres que son culpables de inocencia…
A.C
De una discreción digna de resaltar -serena, pausada; cautela que tiende a confundirse con timidez, pero en realidad es un ensimismamiento en las palabras... demorar el placer de recrearlas-, Ana Clavel va dejando quijadas laxas y ojos cuadriculados en su trayecto, y es que, frágil como se le ve, ha resultado dueña de una poderosísima prosa quebrantadora de buenas y malas conciencias; transgresora, de una propuesta rayana en lo radical pero sin lindar nunca lo escandaloso: su prosa es demasiado artística para eso. Como Giotto, protagonista de El dibujante de sombras y homónimo de aquel que hizo descender los cielos a las cortes mundanas… o como Clara, el lienzo viviente aunque efímero del mismo Giotto, ha entendido que el arte, como el diablo, exige el alma de quien lo ejecuta, “(…) y entendió que el amor también puede abrirnos por dentro, revelarnos otros, desconocidos.” (Alfaguara, 2009, p. 154)
Nacida el 16 de diciembre de 1961, en México, D.F, de bulliciosos rizos que enfatizan cada palabra que pronuncia, esta escritora mexicana se colocó súbitamente en los cuernos de la luna tras resultar finalista del Premio Alfaguara 1999 -ganado entonces por Manuel Vicent con su espléndida novela Son de mar-, con Los deseos y su sombra (Alfaguara, 1999). Antes, Ana era una joven autora casi de culto gracias a sus cuentos que, aunque publicados en forma marginal, no dejaron impávidos a sus lectores. Justo con su segundo libro de cuentos, Amorosos de atar, ganó el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen 1991. Por aquel entonces, la joven escritora empezó a trabajar bajo las órdenes de un patrón que muchos juzgarán temible, pero del que ella guarda sólo recuerdos amables: “Cuando empecé a trabajar Los deseos y su sombra, también se dio que empecé a llevar las obras completas de Octavio Paz en la edición mexicana del Fondo de Cultura Económica. Entonces me reía un poco para mis adentros y decía que Paz me estaba dando su beca porque lo único que hacía era trabajar en sus libros y en mi novela. Fue una responsabilidad muy fuerte: ir a verlo a su casa, siempre con el temor a equivocarme... pero me tocó revisar la prosa más maravillosa de este siglo.”

La narrativa de Ana parte siempre del deseo. El deseo de Escribir que se advierte en ella desbordado, fogoso, incontenible. Alquimia pura. Como en Los deseos y su sombra, donde explora la posibilidad de desaparecer, deseo por todos experimentado alguna vez. Su protagonista, Soledad, habita la torre del castillo de Chapultepec y desde ahí vislumbra, entre maravillada y asqueada, el devenir de la inmensa ciudad escenario de su infancia; de sus sueños, de sus pasiones, de sus andanzas... y de su suicidio. Plagada de situaciones demenciales, hilada con ese erotismo envolvente que se ha vuelto emblema de la prosa de Ana, donde lo pervertido suele ser tierno, o lo tierno se arranca su careta de inocencia. Donde hasta un menage a tröis adquiere la fragancia de un Edén infantil. Los deseos... no solo aporta el personaje femenino más libre de la reciente literatura mexicana, sino también una de las imaginaciones más portentosas e inquietantes. Para leer a Ana Clavel hay que estar dispuesto a todo; dejarse arrastrar por sus hipnóticas descripciones, por sus giros violentos e inesperados. Su escritura exige un lector competente, ante todo creativo. Ana exige, valga la redundancia, un lector exigente. Más adelante retomará el tema de las sombras asociado al deseo, enfocándolos en el terreno del arte y recreando el probable origen del arte fotográfico, en su más reciente novela El dibujante de sombras (Alfaguara, 2009) en la que las obsesiones planteadas en libros previos son llevadas a un delirio de belleza.

En su tercer libro de cuentos, Paraísos trémulos (Alfaguara, 2001), empieza a preparar el terreno para la que sería su segunda novela y su obsesión central que es la cualidad creativa de la mirada: nos lleva a vivir la violencia sexual entre dos varones, a través de los ojos de una niña; al perverso juego de usurpaciones de dos amigos que desean distintas cosas de una misma mujer (las relaciones entre hombres, ya sea fraternales o sexuales, están muy presentes en la obra toda de Ana) y la horrible prisión en que puede transformarse un sui géneris nido de amor. En sus cuentos, Ana expone hasta qué punto son efímeras las glorias de la carne… porque hasta las más lozanas frutas alcanzan, tarde o temprano, la putrefacción, “Fueron momentos mudos y dolorosos en los que Adela no se resignaba a aceptar que la cercanía de unos seres va de la mano con la separación de otros.” (p. 19).
Cuerpo náufrago (Alfaguara, 2005) es otra de esas paradójicas narraciones donde los amores imposibles producen el efecto de volver permisivo todo lo demás. Para una imaginación desproporcionada como la de Ana no hay candados, no hay límites, por lo que su heroína, Antonia, despierta convertida en varón casi desde las primeras líneas, en simultáneo homenaje al Orlando de Virginia Woolf y al Gregor Samsa de Kafka. Tampoco hay explicación posible para dicha transformación, excepto, otra vez, el deseo... el deseo que toda mujer ha experimentado alguna vez de ser hombre para descifrar sus miedos y, sobre todo, gozar de sus privilegios, hasta los más nimios. “(...) la identidad empieza por lo que deseamos. Secreta, persistente, irrevocablemente. Lo que en realidad nos desea a nosotros.” (p.p 12 y 13). El cambio de sexo en la protagonista, a la que Ana se referirá siempre en femenino, no obstante su masculinidad indiscutible, contribuye a uno de los más fascinantes recorridos por lo insondable de las naturalezas masculina y femenina que, en algunos casos (como este) puede representar un genuino descenso a los infiernos. Su previa experiencia como mujer no hace sino enriquecer al hombre en que se ha convertido Antonia, aunque no tarda en advertir que ser varón entraña una paradójica condición de poderío y vulnerabilidad: “Se construye una arma-dura para guarecer una arma-blanda. Un apéndice poderoso en vigor y vulnerable en reposo que no obedece a tu voluntad. No depende de ti. Al contrario, tú eres su siervo y su fuerza es tal que te pone a gravitar según el objeto de su deseo.” (p. 69).

Ana desvela el fascinante mundo de la masculinidad ante los atónitos ojos de las lectoras... ¡pero también de los propios lectores! Descubrirán, estoy segura, aspectos insospechados de su propia naturaleza. Ante su nuevo sexo —que implica una nueva sexualidad pues, descubrirá Antonia, le atraen las mujeres... pero le siguen atrayendo los hombres— la protagonista advierte un artilugio que la subyugará tanto erótica como estéticamente: los mingitorios. El elemento fetichista que surca casi toda la narrativa de Ana Clavel: aquí los mingitorios, allá las muñecas, más allá… sombras y espejos. Porque para Antonia su propio falo es un juguete nuevo (pronto se percatará de que, en tanto varón, su falo le será nuevo toda la vida), y su manipulación para actividades tan cotidianas como orinar representará toda una experiencia, una aventura. Inevitablemente esta nueva rutina fisiológica la llevará no solo a entender una parte del misterio de la masculinidad sino a desarrollar una fijación por ese mueble que, apuesto, el lector no había notado en lo mucho que se asemeja a las caderas femeninas. Incluso a una boca: solo una mujer hubiera sido lo bastante observadora para detectarlo. “A pesar del aseo en algunos baños, la persistencia del olor de la orina reconcentrada emanaba como un recordatorio de que la belleza siempre tiene su lado mórbido (Y al revés, que todo aquello que revulsivamente nos golpea, transpira su propia belleza.) (p. 34).
Ana reconoce la que pareciera ser su evidente deuda con Virginia Woolf, aunque la transformación de Orlando se da a la inversa de la de Antonia, quien muda radicalmente de género pero conservando una espléndida cabellera que nadie miraría con extrañeza en nuestros tiempos. Una vez más, Ana Clavel levanta una sólida estructura literaria sobre una situación que parece abstracta y sin embargo, parece decir, no es otra cosa que lo esencial, lo que nos define. Lo que somos.
Pero en vista de que Ana avanza un poquito más con cada libro en la naturaleza humana, no nos sorprenda que su siguiente novela, Las violetas son flores del deseo (Alfaguara, 2007) horade la simple mirada. ¿Se ha preguntado el lector (lectora) en qué medida su mirada es capaz de violentar un cuerpo ajeno? Ana no solo se lo pregunta: se responde con las impactantes líneas introductorias de esta novela, ganadora del premio Juan Rulfo de Novela Corta, concedido por Radio Francia Internacional en 2005: “La violación comienza con la mirada. Cualquiera que se haya asomado al pozo de sus deseos, lo sabe (…)” El lector sentirá el impulso de cerrar el libro para detenerse a meditar: el texto mismo, cuerpo violentado por la mirada, se lo ha pedido: ¿Me he asomado yo al pozo de mis deseos? Probablemente no. Tal ejercicio requiere de algo que pocos son capaces de lograr: perder el miedo al juez moral que nos habita, constructo de toda una vida recogiendo voces que nos exhortan a distinguir entre el bien y el mal, ¡con lo complicado que es!, de tal suerte que seamos incapaces de reconocer ante nosotros mismos lo que de perverso, ¿pervertido?, hay en nuestro interior. Por fortuna, Las violetas… no exige que te respondas para proseguir la lectura, pero la necesidad por sincerarte contigo mismo irá in crescendo conforme te adentres en esta historia que tiene por escenario la conciencia de un padre que experimenta deseo hacia su hija pequeña, de nombre Violeta: “Perverso” es aquello que lastimándonos no nos permite apartar la mirada (…) es ahí donde lo perverso encaja su llave maestra y si te miras un poco en el fondo del espejo ya no te reconoces. Eres otro (…)” (p.25).

Las violetas son flores del deseo es una novela que increpa al lector desde la portada. Una foto que, a simple vista, resulta casi ofensiva pero que, tras el primer segundo de contemplación, borra como por arte de magia la cauda de pensamientos terribles que han atacado al voyeur primerizo. El protagonista, Julián Mercader, entiende que su deseo por su hija ha de buscar otros derroteros para consumarse. Una vez auto cancelada toda posibilidad de posesión carnal, Julián, hombre inteligente, sensible, con talento para los negocios, crea una línea de muñecas que rebasan en expectativas a las archi conocidas monas inflables, no solo porque sus características anatómicas y faciales remiten mucho más a las de una mujer humana, sino porque poseen dos atributos extraordinarios: belleza fascinante… y un himen. Son, pues, muñecas-niñas, lo cual pudiera parecer de una perversidad intolerable… pero Ana Clavel, maestra en mostrar lo más hondo de la perversidad humana sin mancharse las manos, libra triunfal el reto: “En mis novelas las exploraciones no están exentas de profundidad y de intensidad –me dice Ana-, pero, por ejemplo, en Cuerpo náufrago, el tono es más ligero, por el hecho mismo de plantear una historia fantástica: una mujer que despierta convertida en hombre. Después de esa primera indagación en torno al deseo como fuerza instintiva, capaz de definirte, me pareció un gran reto encarnar una voz masculina que diera cuenta de su deseo.” En algún momento de la novela, Ana se adelanta a las críticas feministas que reprobarán el fetichismo por las muñecas que caracterizan al objeto del deseo de su creador (una niña, su propia hija), para colmo, vírgenes que sangran con la primera penetración: “Alguna feminista me acusará de equiparar a las mujeres con muñecas, de reducirlas a su esencia de objeto ritual. Por el contrario. Las Violetas siempre aspiraron a convertirse en mujeres.” (p. 37)
Una imagen de Hans Bellmer, que muestra a una muñeca atada a un árbol y a un hombre atisbando desde la sombra, produjo en Ana una profunda reflexión respecto a los efectos de la mirada sobre los cuerpos indefensos, es decir, que no se saben observados: “La mirada masculina… esa que casi desnuda y posee sin necesidad de acercarse siquiera a su objeto de deseo, por el otro, el asunto del incesto desde el punto de vista del padre, podrían darme esa dimensión para clavarme en el abismo de los deseos. Quizá debido a mi obsesión con Bellmer, supe que ese padre, Julián, debía tener una fábrica de muñecas. Como que no hubo un antes, desde muy al principio se me dio esta frase de la violación empieza con la mirada, y normalmente no puedo empezar a trabajar si no tengo esa primera frase y casi nunca la cambio. Fue como un reto, después de Cuerpo náufrago, ahondar en el deseo masculino, pero ahora encarnándolo desde la voz narrativa en primera persona, del padre que, convertido en una especie de Tántalo, que tiene a la hija tan cerca pero no puede consumar el acto porque tiene muy claro el tabú del incesto. Hay un límite que siempre está respetando y por eso se desvía hacia la fabricación de las muñecas, y en ese sentido, muy al principio.”
A la obsesión por la mirada y por la maleabilidad de la imagen bajo esa mirada, se suma la fijación de la autora por el cuento “La historia de las hortensias”, de Filisberto Hernández, incorporado a la trama de Las violetas…, a través de los hermanos Hernández, que introducen a Julián al fascinante mundo de las muñecas: “Lo había leído en la carrera de Letras Hispánicas. Un maestro mío, muy querido, Gonzalo Celorio, nos lo asignó como lectura y me fasciné con estas muñecas sexuadas adultas que el personaje central, Horacio (yo le inventé lo del Hernández) manda a hacer porque de pronto tiene miedo de que su esposa, María Hortensia, desaparezca. Digamos que este texto me trabajó por dentro y veinticinco años después surgió detrás de la fabricación de las Violetas… y les puse así para hacer un homenaje a la botánica de una suerte de muñecas Flores del Mal en que las Violetas son las hermanas menores de las Hortensias. Se me ocurrió entonces que las muñecas de Julián Mercader tenían que sangrar, es decir, ser vírgenes en el sentido más literal, ¿y qué mejor homenaje a Filisberto Hernández y su tradición, llevándola a un extremo importante?”

Con esta novela, Ana Clavel refrenda su condición de escritora-visual, de autora de instalaciones narrativas, pues la imagen juega un papel preponderante en su narrativa. Tanto que, por lo general, a la obra literaria la complementa la obra visual surgida no a raíz del texto, sino junto con el texto. De ahí las exposiciones multimedia, alucinantes, protagonizadas por mingitorios y muñecas. Surge, sobre todo, una cuarta novela que muy bien podría resumir las demás, pese a no parecerse a ninguna: El dibujante de sombras es una épica de la mirada, gestora de toda manifestación artística; un homenaje al arte fotográfico y a un fotógrafo en particular: Rogelio Cuéllar, quien ha sido su cómplice en esta fascinante aventura de la mirada y la imaginación. Nos entrega, por si fuera poco, al personaje más seductoramente conmovedor de su obra: Giotto de Winthertur, ubicado en pleno siglo XVIII, contemporáneo de Goethe y el más remoto antecedente de la creación de la cámara fotográfica; nombrado así por su preceptor, Lavater, luego de descubrirlo de niño, emulando al pintor renacentista –descubierto a su vez por Cimabue- que solía pintar retratos sobre piedras. Pero Ana no solo recrea el trayecto del joven artista hacia la que pudo ser la revolución de las artes visuales, sino que además presenta una insólita historia de amor entre este y unas gemelas de nombre Claire y Elise, quienes de alguna forma simbolizan el juego de espejos en que se traducen las sombras; el insondable misterio del mecanismo de las primitivas cámaras fotográficas. En esta novela, Ana Clavel retoma la problemática de la ética en el arte, aunque al ubicarse en un siglo que marcó el principio del pensamiento y la tecnología que actualmente nos rigen, el asunto se torna doblemente interesante: estamos en una época en que no existe una frontera precisa entre ciencia y alquimia, en la que la superstición convivía la ilustración y un hombre de Dios como Lavater, el preceptor del nuevo Giotto, puede llegar a convertirse en el peor enemigo del que crió y amó como a un hijo, cuando a este le posee el arte en cuerpo y alma y consigue dominar su terror por un infierno en que ha dejado de creer gracias a su dominio de la belleza. Y todo cuanto se anteponga al servicio exclusivo del Señor, considera Lavater, procede del demonio. Ana parece comprender a la perfección esta lucha que se libra al interior de todo creador y que ocasionalmente lo sume, contra su voluntad o por decisión propia, en una cámara sombría de donde puede salir trastocado en sombra iluminada: “He ahí la mayor responsabilidad de un hombre- hace decir Ana a Goethe-: hacerse a sí mismo, descubrir las sombras que lo habitan y hacerles lugar.”


Ana Clavel, pues, más que pintora de sombras, es una iluminadora de sombras De ahí la peculiar moral que proponen sus novelas y, sobre todo, su sorprendente habilidad para narrar genuinos murales donde la belleza se manifiesta en sus formas más insospechadas y violentas.

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