Un jardín posible

Para Javier Valdés
In memoriam

Ni mi carne fue triste ni tampoco leí todos los libros…
OO
La obra poética de Olga Orozco se compone, en realidad, de un largo y extenso relato, que es también un poema al que apenas su muerte, acaecida el 15 de agosto de 1999, a consecuencia de una afección circulatoria, puso punto final. Leyendo Últimos poemas (Edición y prólogo de Ana Becciú, Bruguera, Poesía, Barcelona, 2009) no queda duda. Esos “últimos poemas” fueron escritos y archivados a manera de despedida. “Estos- afirma Ana Becciú, quien fuera gran amiga de la poeta- son sus últimos poemas. Estaban en el cuartito más retirado de su casa de la calle Arenales (en Buenos Aires), el que le servía de escritorio. Antes de ir al hospital en el invierno de 1999, para someterse a una intervención quirúrgica, los dejó a la vista encima de su mesa de trabajo. Dos carpetas caratuladas respectivamente “A” y “B”, y siete hojas, con poemas mecanografiados y rubricados a una cartulina en cuyo dorso, escrita de puño y letra, había una lista de doce títulos de poemas.”
Y continúa Becciú: “La carpeta “A” contenía todos los poemas de la lista en proceso de escritura, y la “B” los agrupaba mecanografiados y firmados por ella, como dándolos por terminados. En la hoja que abría la carpeta “A” había escrito, a modo de título, “Últimos poemas”. Al ver las carpetas, tan ordenadas, supe que se había marchado presintiendo que no regresaría….”

Corrección: Olga se marchó con la certeza de que no regresaría. Su estrecho vínculo con la muerte, a la que lejos de temerle le cantó los más tiernos arrullos, la volvía en extremo sensitiva a su proximidad; pudiera, incluso, que escuchaba sus pasos. En la escritura de Olga Orozco se entrelazan porvenir con pasado en forma tan perceptible, que nombrarla “nostálgica” resulta muy, muy pobre. Tanto su poesía como su narrativa –escueta pero no menos prodigiosa- corren paralelas en dos tiempos: el Para Siempre y el Nunca Jamás. Que su poesía es autobiográfica, dicen. Pero también mucho más que eso pues no solo detalla sucesos sino que los ubica en un tiempo disuelto donde la Olga escribiente corretea junto con la Olga de las pasiones en flor y la pequeña Olga, también nombrada “Lía” en sus relatos, una niñita “encapuchada de azul (…) sola con el azoramiento y el temor bajo los copos de nieve que se agitan junto al gran muñeco que durará hasta la primavera (…)” (“Había una vez”, Relámpagos de lo invisible, selección y prólogo de Horacio Zabaljáuregui, FCE, Buenos Aires, 1997, p. 200); “(…) la niña de la soledad, buscando entre la lluvia de las alamedas/ el secreto del tiempo y del relámpago(…)” (“Quienes rondan la niebla”, Desde lejos, 1946). Respecto a esta característica, escribiría Olga en “Apuntes para una autobiografía”: “En cuanto hablo de mí, se insinúa entre los cortinajes interiores un yo que no me gusta: es algo que se asemeja a un fruto leñoso, del tamaño y la contextura de una nuez. Trato de atraerlo hacia afuera por todos los medios, aun aspirándolo desde el porvenir. Y en cuanto mi yo se asoma, le aplico un golpe seco y preciso para evitar crecimientos invasores, pero también inútiles mutilaciones. Entonces ya puedo ser otra (…)” (Relámpagos de lo invisible, p. 303)

La existencia primera de Olga podrá haber sido muy similar a la de cualquier mujer de su generación, posición social y ubicación geográfica. Lo que la convierte en algo extraordinario, en una epopeya, en un episodio bíblico… en un cuento de hadas donde el horror suele tornarse hermoso –alquimia adjudicada a bestias y sapos-es la mirada de la poeta, capaz no solo de contraer y dilatar el tiempo como si masilla, sino de extraer a los muertos de la memoria de los vivos, como quien saca una muñeca arrumbada de un closet: “Entraban con el humo castillos embrujados,/ escaleras sin fin y puertas clausuradas,/y en las más altas torres parecían cautivas las/ princesas,/ víctimas de mentiras, intrigas y traiciones,/ ¿Cómo reconocer el caballero armado en el/ mendigo errante, el sapo o el lagarto?/ ¡Ah!, pero bastaba un beso inexplicable entre los/ laberintos del jardín para que se quebrara el maleficio como un huevo de/ víboras/ y apareciera el rastro triunfante del amor, ese que/ nunca muere.” (“Había una vez”, Últimos poemas, p. 64).
Basta asomarse a los inmensos ojos verdes de la poeta para ingresar a un mundo fantástico más próximo a lo pesadillesco que un ideal vitalicio. Ojos colmados de presagios, de visiones imborrables, de entereza, de familiaridad con la muerte que desde niña se hizo su amiga. Familiaridad que permea toda su obra poética, lo que no significa que se la suya una visión trágica de la vida, al contrario, hay algo bullicioso en cada evocación luctuosa, en esa incesante invocación de los muertos que poco tiene que ver con la nostalgia: ¿cómo echar de menos lo que está dentro de ti y te acompaña de manera más que física? No nos extrañe, entonces, que afirme algo en verdad inquietante, acaso real: los recuerdos no nos pertenecen. Somos nosotros quienes les pertenecemos a ellos. Y Olga Orozco, memoriosa, se deja poseer por ellos al grado de verse dividida entre lo carnal y lo sobrenatural.
La poeta predilecta y entrañable amiga de Alejandra Pizarnik, nació en La Pampa, el 17 de marzo de 1920 –el sol en piscis, con ascendente en Acuario- y fue nombrada Olga Noemí Gugliotta Toay, hija de siciliano (Carmelo Gugliotta) y de argentina (Cecilia Orozco, de quien tomó su nombre de pluma) se trasladó junto a su familia a Bahía Blanca en 1928 y otros ocho años después a Buenas Aires, en cuya universidad cursaría estudios de filosofía y letras, obteniendo grado de maestra. Desde muy joven fue integrante de grupo literario surrealista Tercera Vanguardia, donde convivió, entre otros, con Oliverio Girondo. Publicó un primer y muy maduro libro de poemas, Desde lejos, en 1946, ganando excelentes comentarios, aunque parecía más destinada a fascinar a generaciones venideras. Desde aquel primer libro subrayó, en una época en que la modestia y la discreción eran exigidas a las mujeres, “Soy Olga Orozco”, a través de un poema que lleva nada menos que su nombre y habla nada menos que de su propia muerte en plena juventud, así como de prácticas mágicas para atraer de nuevo al amor. Que son las palabras, parece decirnos aquella Olga, la niña de capucha azul, la anciana de sonrisa enigmática, sino magia y rito.

Ejerció brevemente el periodismo, empleando seudónimo y casaría en primeras nupcias con el poeta Miguel Ángel Gómez, director de la efímera revista Canto. Su exacerbada creatividad la llevaría a experimentar con la actuación, tanto en radio como en teatro. En la década de los sesenta fue redactora de la revista Claudia y elaboró los horóscopos –practicante de la cartomancia- del Diario Clarín entre 1968 y 1974. Como poeta reconocía la influencia de San Juan de la Cruz, Rimbaud, Nerval, Baudelaire, Milosz y Rilke. Lo que la llevó a explorar la prosa fueron los relatos de la abuela María Laureana quien, según la describe, era una santa que reía como el demonio. Algunos de sus rituales de escritura podrían calificarse de supersticiosos, como el hecho de portar tres piedras mientras escribía, una de la tierra donde naciera su padre, otra de la de su madre y la tercera, obsequiada por un amigo de la infancia a manera de despedida cuando se mudó de Toay a Bahía Blanca, acaso el Emilio a quien evoca como “este leve polvillo de violetas” en “Para Emilio en su cielo”, incluido en su primer libro. El destinado a ser su gran amor era el Valerio de sus poemas más intensos, arquitecto de apellido Peluffo, con quien se casó en 1965 y a quien, tras su muerte en 1990, le dedicó el poema que, personalmente, considero un monumento no solo verbal sino emotivo: “En la brisa, un momento”, incluido en uno de sus últimos libros, Con esta boca, en este mundo, de 1994:

Juguemos a que estamos perdidos otra vez entre los
laberintos de un jardín.
Encuéntrame, amor mío, en tu tiempo presente.
Mírame para hoy con tus ojos de miel, de chispas y de claro
tabaco
Sé que a veces de pronto me presencias desde todas partes
Tal vez poses tu mano lentamente como esta lluvia sobre mi
cabeza
o detengas tus pasos junto a mí en pálida visitación
conteniendo el aliento
He conseguido ver el resplandor con que te llevan cuando te
persigo;
y he oído en el pan que cruje a solas el pequeño rumor
con que me nombras,
tiernamente, en secreto, con tu nuevo lenguaje.

No obstante provenir de una familia que pudiera interpretarse como “feliz”, Olga nunca echó de menos la maternidad, más aún, parece no haberla buscado jamás, al menos si nos atenemos a lo dicho en el relato “Había una vez”. Se insinúa en este fragmento, cierto desaliento ante su condición femenina, que por cierto no es frecuente en ella: “(…) Y me enseña (madre) un abecedario cuya clave está encerrada en un lugar que ignora, y la abuela también, y la madre de la abuela, y la madre. Nadie lo heredará de mí. Yo seré la primera en desconfiar de la trampa de mi condición. Se disolverá en mi sangre (…)” (p. 199). Apolítica, al menos en apariencia –algunos pasajes de su obra pudieran interpretarse como metáforas o claves de la dictadura argentina, por ejemplo-de pronto aparece el sutil lamento ante los impedimentos a que suelen verse sujetas las mujeres, como esas “edades desoídas” a las que alude en su poema “La desconocida” (Desde lejos), en el que los anhelos nunca realizados adquieren jerarquía de ofrendas: “(…) tanta vana esperanza, tantas ofrendas demasiado pródigas/ que se irán convirtiendo en ramo que se ahueca hasta ser un/ color/ cuando atraviese lóbregos recintos,/ corredores sumidos en el eco monótono de un tiempo,/ corredores sumidos en el eco monófono de un tiempo,/ herrumbes y letargos donde esperaba hallar las grandes/ primaveras.” (Obra poética, Corregidor, Biblioteca de la poesía, Buenos Aires, 2000, p. 49).

La muerte, presencia inamovible en la obra de Olga Orozco, no arrebata a los seres queridos: los transforma. Por ello le pide a Valerio que le enseñe a hablar su nuevo idioma, ella está dispuesta a aprender. Olga no la asocia con despojo, mucho menos con ausencia. En ningún poeta en lengua castellana, Eros y el Tanatos se fusionan de manera tan precisa, en sincronizado abrazo. Escribe, en efecto, con base en una experiencia personal, descartando cualquier cientificismo o alusión teológica –en Olga Orozco la espiritualidad poco tiene que ver con lo divino-Lo sagrado, por otro lado, no necesariamente va ligado a lo religioso, ni tampoco presenta el significado que solemos darle. El amor y la muerte se parecen, dice Olga, porque “ambos multiplican cada hora y lugar por una misma (…) ausencia”; porque a quien le toca permanecer en el mundo, hablando la lengua de los vivos, de todos los días, aguarda una mínima señal, “precisa, inconfundible, fulminante, como el golpe de gracia (…) que parte en dos el muro (…)” No se requiere abandonar la tierra para que el otro, el que se ha ido, te conduzca de la mano hasta “el jardín donde somos posibles todavía”. Este mundo es perfectamente compatible con el otro, es cuestión de aprender a percibirlo, a abordarlo, a moverse en él sin temor y sin prejuicio. No obstante la presencia de elementos autobiográficos, en su segundo libro, Las muertes (1952), recrea los momentos últimos de diversos personajes literarios y pictóricos, como sería el caso del inolvidable Bartleby, sobre quien escribe:

Preferimos no hacerlo.
Preferimos creer que Bartleby fue sólo memoria de consuelos,
de perdón, de esperanzas que llegaron muy tarde para
los que se fueron;
testigo de un gran fuego donde ardió la promesa de un
tiempo que no vino.
No será en ese cielo. En otro nos veremos.
El estará también pálidamente absorto contemplando la otra
cara del muro.
Deberá recordar una por una todas las cartas muertas.
Pero acaso aun entonces él prefiera no hacerlo.

Aunque mucho se ha escrito y hablado sobre el misticismo y en la fe religiosa de Olga Orozco, tan cuestionables, considero, como su “nostalgia” (en todo caso nostalgia por la muerte y no por los muertos), poco se menciona su errancia en lo que pudiera denominarse mundo sobrenatural. Me pregunto si tendrá algo que ver con otro tópico muy recurrente tanto en su poesía como en su narrativa: la posibilidad de ser varios al mismo tiempo, por obra y gracia de la memoria que nos provee de máscaras. A través de los recuerdos –que no nos pertenecen, recordemos, sino lo contrario- es posible recuperar simultáneamente varios episodios del pasado e interactuar con los que no están físicamente… reconstruir las calles hoy desfiguradas por antiguas batallas o derrumbes. La memoria tiene el poder –o la magia- de colocarnos frente a la derruida vivienda de la infancia, de pronto florecida y bullanguera… de penetrar en ella y experimentar una vez más el suave roce de las manos de nuestra madre y escuchar la risa de la abuela y reencontrarse con la tía Adelaida, que tiene el poder de ponerse lágrimas en los ojos con un dedo meñique: “Abre los brazos lentamente y sigue mirando hacia lo alto, como si no esperara la respuesta del demonio sino la de Dios, también para este momento en que la abuela desparrama con el golpe de su mano impaciente todos los hilados de luz…” (“¡Despertad y cantad, moradores del polvo!”, Relámpagos de lo invisible, p. 213). Olga relaciona mucho más la muerte con “retornar a la tierra” que con un paraíso, más aún, en su poema “Donde corre la arena dentro del corazón” señala que el Infierno y el Cielo –escritos, por cierto, en minúsculas- están en aquí, en la Tierra, y los describe más como estados de conciencia, apenas divergentes uno del otro, que como “lugares”: “Desmedida es la tierra que amó en sus duros hijos hasta/ la destrucción,/ hasta la sal paciente de la sangre;/ mas de ella aprendieron a contemplar la vida a través de/ la muerte,/ a saber, sin reposo, que aún no ha sido creado aquello que/ no puedan sobrellevar las almas de los hombres,/ y a comprender que el cielo y el infierno son expiados aquí/ con opacas desdichas” (Obra poéitca, p. 28).
Pese a que podían transcurrir algunos años entre un libro y otro, Olga Orozco acumuló un total de diez libros de poesía y dos de prosa. Fue honrada con prácticamente todos los premios importantes de su país, hasta rematar con el Juan Rulfo en 1998, que se le concedió meses antes de su muerte.


1 comentario:

Lilith dijo...

Se presentó este sábado una nueva antología de Olga Orozco, "El jardín posible" Ediciones en danza, con selección y prólogo de Marisa Negri.
Para escuchar a Marisa Negri hablando de Olga Orozco
http://www.despertandoalilith.org/2009/03/01/olga-orozco/
Gracias por este espacio
Viviana Beker