Me basta el universo

…Quería conmover, sensibilizar sin hacer llorar, porque uno llora hoy, se desahogaba. Y mañana se olvida… M.L

Alta y rubia. Más que rubia. Fuerte presencia: impone. Cautelosa, analítica. Remite a Vanessa Redgrave, en una versión algo más relajada…particularmente cuando enarbola un cigarrillo con pulso de cirujana. Es escritora, aunque sea más fácil imaginarla en un quirófano que con la pluma al ristre. Su terco acento argentino ha sido vedado de su escritura como si dijera: no soy yo, no más. Reproduce con nitidez inquietante los diversos calós de la república mexicana, desde La Merced hasta Tijuana. Myriam Laurini eligió ser la voz de los sin voz; prestar sus pulmones para que otros griten. La que vuelve transparentes los dedos con que intentas curarte de la visión de una niña prostituida. Portadora de malas nuevas, Cassandra: tus peores pesadillas son habitadas por otros, Pandora, vividas por otros, tan de carne y hueso como tú. La Bere existe. Está frente a ti. Eres tú. Y el Puroloco. Y la Morena, por fortuna, también.
Myriam Laurini nació el 22 de octubre de 1949, en Los Quirquinchos, provincia de Santa Fe, Argentina, pero radica en México, D.F, desde 1980. Sus palabras para referirse a la patria elegida serían idénticas a las de la Morena: “(…) el D.F, la ciudad que perdió su nombre, y tiene la identidad de lo árido e inhóspito para el humano, pero a la vez lanza corrientes eléctricas imantadas para atrapar incautos que terminarán amándola hasta la muerte.” México no le es tan ajeno a la joven periodista en ciernes que era Myriam en 1976, cuando junto con su esposo, el también escritor y periodista Rolo Díez, ya muy prestigiado entonces, y su hijo mayor, que era un bebé, tuvieron que salir tras el golpe militar en la Argentina. Rolo estaba prácticamente sentenciado, aunque Myriam pertenece a una familia bien avenida. El primer destino fue Brasil, pero tratándose asimismo de un régimen militar, muy pronto los militares tuvieron acceso a este territorio donde capturaban argentinos sin problema. Rolo tuvo entonces que huir a Italia. Myriam y su hijo permanecieron en el país sudamericano, aparentemente a salvo, pero ella se sentía en peligro permanente; vigilada, amedrentada. No quedó más remedio que recurrir a la familia a la que había renunciado, que resolvieron pagarles, a ella y al niño, el vuelo a Italia. Una vez reunidos los tres, se trasladaron de inmediato a Madrid, donde permanecerían algún tiempo: “Soy una anarquista irremediable- declara Myriam entre risas-. Empiezan los conflictos, las peleas, se fueron armando los grupitos políticos entre los emigrantes argentinos, y de organizaciones estaba harta.” Rolo le sugirió entonces trasladarse a México, ese país que Myriam conocía y admiraba a través de fanáticas lecturas de Fuentes, Martín Luis Guzmán y Yañez, en la carrera de Letras. Su primera reacción, sin embargo, fue rehusarse, ¿para qué, si bien o mal ya estaban asentado en Madrid? Rolo le hizo ver que en México estarán más cerca de su país natal, que la vieja Europa poco o nada tenía que aportarles: debían regresar a América: “Me preguntan si me gustaría volver a Argentina, pero no, sería volver a empezar, ya no podría perder mi calle de nuevo… el barrio, el metro…Aquí, en México, escribí mi primera novela.” En su patria elegida Myriam se suelta el pelo y empieza a escribir relato tras otro y reanuda su actividad periodística, particularmente en el campo de la nota roja que le permite acceder a las entrañas pútridas de este nuevo lugar del que necesitaba saberlo todo.
Uno de los detonantes de la escritura de Myriam Laurini fue el horror. No más la inocencia y el romanticismo que la hicieron coger una pluma por primera vez, en la adolescencia. No goza escribiendo estas historias, por el contrario, le duelen hasta el tuétano, pero necesita contarlas. Sacarlas. Quiere que se sepa, que sus lectores compartan su indignación y su llanto impotente. Leyendo obsesivamente aquellas notas escuetas que manchan de tinta y sangre los dedos, Myriam, como la Morena, empezó a sentirse “como disgregada, no era una mujer hecha pedazos, sino más bien pedazos de mujer que no lograba organizarse en una persona” (p. 89). Aunque periodista de profesión, optó por la ficción pues la realidad empezaba a parecerle reñida con las palabras: solo la literatura podía dar vida a las imágenes que la martirizaban. El lenguaje periodístico, por otra parte, le vedaba el único recurso que le era concebible para narrar aquellas historias: asumir una primera persona, ponerse en los zapatos de quien tiene el testimonio de primera mano, volver suyas las vivencias de una prostituta adolescente que ha asesinado a su hijo y relata la experiencia a un abogado, probablemente primerizo y, en definitiva, indiferente. Myriam Laurini, rubia, perfil aristocrático, manos pulcras sin manicurar, se sintió lo bastante cerca de Berenice –que resultó llamarse Guadalupe- como para hablar desde ella, desde allí, desde ese cuerpo que ya no es: “Tuve una alumna cuando daba clases de sexto de primaria en la escuela de una ciudad perdida- cuenta Myriam-. Estaba atrasadísima, aunque casi ninguno de los chicos tenía la edad que correspondía al grado cursado. Se me acerca un día para preguntarme si podría conseguirle trabajo en una fabrica, y yo le digo, “Aurelia, termina la primaria y después ya vas a poder conseguir un mejor trabajo”, a lo que me respondió: “Lo que pasa, maestra, es que estoy harta de ser puta”. Era una chica muy joven, muy ingenua. Me sacó completamente de onda, y lo decía como decir “estoy harta de ser secretaria”.
La Beren/ Guadalupe de Myriam, al parecer, ni siquiera asistió a la escuela. Su única figura paterna –probable padre biológico, tanto de la propia Bere como de su hijo muerto- es el Puroloco, tipo de aspecto decente, hasta inocuo, que no tolera la mínima alusión a su difunta madre, “que era una santa”, y regentea el Universo, hotel donde trabajan y orbitan las prostitutas a su cargo, una de ellas, madre biológica de Bere. Para Bere, una puta más. De entrada, el proxeneta resulta simpático en medio de su cinismo… incluso cuando se sugiere que podría ser el padre de Bere cuyo hijo, a su vez, sería su hijo-nieto: a ninguna de sus “empleadas” parece afectarles demasiado. Pero ese tipo simpático, incluso perfumado y agradable, ofrece un servicio triple A en las instalaciones mismas del hotel, donde ha hecho construir un ala especial para recibir a su más selecta clientela: los pederastas. Este recinto es nombrado el Kínder. Bere, que de seguro pasó el mismo trance, comparte con aquellas criaturas de entre cinco y nueve años, chamoys y caramelos que aligeran su espantosa realidad, al menos por un ratito, con simpatía pero incapaz de compadecerse de destinos tan similares al propio.
La Bere alude con pasmosa naturalidad al negocio que para el Puroloco representa el kínder, donde al parecer solo hay niñas, algunas de ellas arrancadas de la enagua de una madre indígena que acarrea montones de hijos en el metro: un hijo más, uno menos. “Esa chavita era bien chula –explica Beren entre a su adormilado abogado defensor “de oficio”- pero de las más lloronas y sangronas (…) Quién sabe donde esté ahora, se las llevaron a todas, ¿verdad? Cómo se han de aburrir las desdichadas, después de la vida que llevaban, imagínate si otra vez las metieron en la escuela, con las ojetas maestras regañando todo el tiempo o con sus papás maltratando y violando.” (p. 57). El cinismo es un escudo protector para la Beren, quien es franca al afirmar que envidia a su propio hijo: hubiera preferido que la Dorys la estrangulara al nacer.
Beren/ Guadalupe no concibe estilo de vida mejor, a diferencia de Aurelia, la alumna de Myriam, harta de ser puta. Es posible, incluso, que unas “pastas” bastaran para ayudarla a recrear al interior de su celda el lugar de sus nostalgias: “(…) cuando yo salga de esta mierda, ¿a dónde voy a ir? No tengo donde ir, ahí nací, aprendí el oficio, trabajé, gané mi lana. Ahí está mi cuarto, mi tele y la video, el estéreo, mi ropa, los zapatos plateados con moño de brillantes, los collares, los aretes, los rubores, los bilés, todo lo que tengo está en el Universo.” (p. 82).
El soliloquio de Bere se alterna con un narrador omnisciente que bien pudiera ser aquella huésped que tan intrigados tiene a todos en el Universo. Una norteña –por el acento- recién llegada que se hace llamar la Morena, o ha permitido que el mote se convierta en su nombre, y de quien, sospecha el Puroloco, podría ser periodista… aunque ella jure no haber terminado ni la primaria. ¿Por qué entonces tanta preguntadera?... ¿y esa cámara? Ese narrador omnisciente reporta todo con objetividad, tragándose el horror que la Beren no es capaz de experimentar mientras intercambia una bolsita de cacahuates con las reclutadas en el kínder, exponiéndolo a un tiempo con la brutalidad de una autopsia:

Condenadas a la locura y a la muerte, tal vez deseaban acortar su agonía. Dejar el cuerpo desgarrado, ultrajado, en ese lugar abyecto donde fue desgarrado y ultrajado, y transformarse en una corriente de aire, en fluido y evadirse por los tubos de ventilación, salir a la luz, ver el sol, tomar un agua de mango y comer unos tacos de canasta o un agua de tamarindo y unos tlacoyos de habas.
¿Quién podría determinar cuál era la causa por la que estaban tratando de matarse? Tal vez estaban tratando de matarse porque no habían perdido la esperanza.
Sin embargo el dueño de sus vidas era también el dueño de la última palabra, del último acto. Y él no estaba dispuesto a perder “mercancía tan valiosa”
Una toalla mojada y unas duchas de agua helada eran los más probados y eficaces antídotos contra la esperanza. (p. 88).

Lo que el cinismo de Bere casi consigue atenuar, es sacado a relucir como un montón de vísceras sanguinolentas por el narrador alterno, el que se niega a llorar y reblandecerse. Ahí está la Morena. La mismísima Myriam contemplando sus propias pesadillas. Un narrador –o narradora- así no puede ser sino periodista, uno que lo ha visto –intuido- todo. Aunque suene paradójico, solo una sensibilidad entrenada es capaz de lograr empatía absoluta con una adolescente prostituida que ha asesinado a su propio hijo y ni siquiera pretende lamentarlo; solo así es posible detallar con sangre fría el modus operandi, tanto del homicidio del bebé, como el del enganchador de niñas, que encima de todo, obliga a sus entenadas, la Bere entre ellas, a merodear escuelas armadas de una canasta con caramelos rellenos de alguna sustancia adictiva… ah, porque el Puroloco sueña con trascender: trabajar con mujeres, especialmente con niñas que a veces “se les mueren” a los clientes, puede acarrearle problemas de veras gordos. Deshacerse del cadáver y todo eso. Mejor capo de la droga, que así es como se sueña el proxeneta.
La Morena de Morena en rojo, investiga una variante de la misma problemática, partiendo también del caso de una prostituta que asesina a su lenón: el tráfico de niños y niñas. Mientras Qué raro… transcurre en un entorno muy definido, de una ciudad específica, la Morena viaja de una punta a otra de la república mexicana, desde Cancún, donde se sitúa el auge de la prostitución infantil, anticipándose algunos años a Lydia Cacho, aunque sea a través de la ficción, hasta Nogales y Tijuana, donde esta periodista aventurera, oriunda de la frontera norte, experta en pistolas –qué remedio que cargar una – constata la esclavización, en pleno siglo XX, de las empleadas de la maquila… y se adelanta también a la propagación mediática de los feminicidios en Ciudad Juárez: Morena en rojo se publicó por primera vez en 1994.
La Morena, cuyo nombre legal no conoceremos nunca, no pretende ser súper heroína, como no lo pretendieron morenas de la vida real como la propia Lydia o Sanjuana Martínez. No sabe a ciencia cierta qué es lo que persigue, aunque lo intuye desde el instante en que se topa con la mirada resentida de “la niña antipática”, hija de la empleada doméstica de la casona que comparte Morena con su amante, escritor estadounidense interesado en los mayas. Eso que le molesta y sobresalta en los ojos de la muchachita, que a la vuelta de unos días desaparecerá sin dejar huella… eso chocante, ambiguo, callado a palos, se llama verdad. La Morena quiere encontrar a la niña antipática, saber si está viva o muerta, devolvérsela a la tía desesperada. Encontrar a esa niña, que es todas las niñas y todas las historias, es re encontrarse a sí misma, hija de un mulato que contaba historias: periodista, “(…) Es difícil salirse de ese oficio, de ese y de otros. Por inercia, por problemas o cariño se van haciendo carne en una.” (p. 179).
La periodista Morena, prófuga del amor, de la amistad y un poco de la justicia, va abriendo cloacas, cajas de Pandora, ante nuestros horrorizados ojos: ¿a dónde van a parar esos niños y niñas que desaparecen por encanto de un dulce? ¿A un burdel con espejos disfrazado de hogar decente, regenteado por una dama que se dice filántropa?... ¿A la pornografía?... ¿Tráfico de órganos? ¿Qué ocultan esas casas de acogida de madres solteras desesperadas, organizadas por monjas y donde se supone, los bebés no deseados son comprados por matrimonios-bien-avenidos? ¿Cómo pueden estar seguras estas madres, reclutadas para serlo contra su voluntad –y el aborto es pecado, les dicen- que ese bebé será del agrado de los adoptantes? ¿Y si nadie los eligiera? La Morena conoce el infinito valor de las preguntas, sin embargo no se conforma con ello. La Morena, como Myriam, quiere respuestas: “(…) La niña jetona, la niña prostituida, que si aún vive debe tener trescientos años (…) El primer mundo es un monstruo que se alimenta de nuestros niños. ¿Conocerán los padres el origen de los órganos que les transplantan a sus hijos? ¿Por qué no? Si lo saben los médicos que sin ningún escrúpulo abren con un bisturí la carne suavecita de una criatura para despojarla… ¿Les pondrán anestesia? ¿Por qué la Iglesia Católica que arma tanto revuelo con lo del aborto y los condones no inicia campañas furiosas en contra de este tráfico anti natura? (p. 299 y 307).
Myriam, la Bere y la Morena tienen algo en común, además de ser mujeres: a las tres les basta el universo, aunque para cada una sea de distintas dimensiones. El universo, después de todo, es flexible, expandible, perfectible. El universo de Myriam Laurini cabe lo mismo en su oficina que en el infierno, que es el nuestro. Se resume en sus escritores amados: Cortazar, Kenzaburo Oé, Primo Levi, Amos Oz, J.M. Coetzee, M. Yourcenar, P. Highsmith, Tennesee Williams, Sandor Marai, Chejov, Faulkner, Doris Lessing, Heinrich Böll, Phillip Roht, Joseph Roht, Borges, Gore Vidal, Kapuscinsky, Tolstoi, George Perec, Camus, Torrente Ballester y etc. Publicó en España una novela cuyo título sugiere mucho al respecto: Para subir al cielo (2000). Prepara otra donde retomará a un personaje de Qué raro que me llame Guadalupe, “El Iguana”, un muchacho entrenado solo para decir “sí señor”, y que el día que no consigue decirlo, muere. Esa es la clase de personajes que interesan a Myriam Laurini: aquellos de cuya existencia tenemos noticias pero no quisiéramos conocer o padecer nunca.

Fragmento del relato inédito Violeta ya no está, de Myriam Laurini

en memoria de Elda Daltoe

VOCES

Casete Voces. Lado A.

16 de julio de 2007.

Gente mayor muere sola, de muerte natural o asesinada. Esto ocurre con tanta frecuencia en la Ciudad de México, que poco a poco vamos perdiendo el asombro. Lo que no deja de asombrarme son las voces ensambladas de los vecinos, no pueden esperar que otro, otra, termine de hablar para decir lo suyo, y hacen muy difícil la transcripción de la cinta.

En forzada síntesis, más o menos lo que se escribe a continuación es lo que dijeron.

A Violeta no le gustaba hablar ni de su pasado ni de su origen. Ella insinuaba cosas para hacer pensar en una historia distinta. Su historia era una de tantas, de esas que no tienen nada de raro, ni de emocionante o truculento. Todos los vecinos la conocíamos, nació en esa casa. Violeta formaba parte de nuestra Comisión de Seguridad de la colonia. Ella, como miembro de la Comisión estaba constantemente alerta, si veía gente extraña, o movimientos fuera de lo normal llamaba a la policía del Sector. La llevaba muy bien con ellos, les daba limonada en verano y café en invierno. Al estar en la Comisión hay que estrechar lazos con los del Sector, para que nos atiendan correctamente. Si había escándalos en el parque México llamaba a la policía. Si la Delegación permitía que en el parque hubiera música, de esa que te trepana el cerebro, después de las diez de noche, llamaba a la policía. Violeta nos cuidaba a todos. No solo de rateros o mal vivientes que pudieran afectarnos en lo material, sino también del daño psicológico que provoca el ruido estruendoso en el parque ¿Qué tiene que ver lo del ruido en el parque con la muerte de Violeta? Tiene que ver con que ella tenía contacto permanente con la policía. A Mikel lo detuvieron y a nosotros nos hicieron unas preguntas que ni siquiera apuntaron en una libreta. Si tiene o tenía familia debe ser lejana. Por lo que sé a su abuela siendo muy chavita, en épocas de la Revolución, se la trajeron de algún pueblo de Oaxaca. Se embarazó de no se sabe quien y tuvo a Jovita, y Jovita repitió la historia y tuvo a Violeta, las dos nacieron en el DF. Nunca viajaron a visitar a un pariente y ningún pariente las visitó. Vinieron a vivir aquí, por ahí de 1928. La señorita Micaela ya tenía a la abuela a su servicio y a la niña Jovita. Las malas lenguas decían que Violeta era hija de Micaela y que por eso le heredó la casa. Si como dicen era hija de Micaela, tal vez Violeta tenga primos hermanos, porque Micaela sí tenía hermanos. Según contaba mi madre la familia era de mucho dinero, pero por algo a Micaela la desheredaron, solo le dejaron la casa y una renta. Si, pero no cualquier casa, es Art déco. Viole se quedó con casa y sin dinero, ni para comer ni para nada. Al morir Micaela cortaron la renta de inmediato. Todo un drama. La educó como a hija de familia. La mandó hasta la secundaria. Después cursos de bordado, de cocina. Al mismo tiempo no dejaba de recordarle su origen, hija y nieta de sus sirvientas, y su deber de cuidarla hasta el fin de sus días. Nadie entraba a esa casa. Creo que la última vez fue cuando murió Micaela, éramos cuatro vecinos, daba lástima el velatorio. Nos encontrábamos en la banqueta, en las reuniones de la Comisión de Vigilancia, en la puerta de la casa y conversábamos, pero que invitara a entrar, a tomar un café o un refresco, de eso nada. La relación era de puertas afuera. Los únicos que entraban eran los huéspedes. Al principio se las arregló con un dinero de una cuenta de ahorro. Después empeñó las joyas que heredó. Cuando no tuvo más remedio empezó a dar hospedaje. De eso vivía. Duraban poco, unos meses y adiós. El que más aguantó es Mikel, lleva cerca de un año o más. Tal vez la propia casa los espantaba. Toda a oscuras, no entraba luz ni aire, olía a humedad, a viejo, y a los jóvenes el olor a viejo les da miedo. El único que entraba y salía de la casa era Mikel.

MIKEL

Casete Mikel Ortiz. Lado A.

17 de julio de 2007.

Lalo Cohen vino de visita. Exigió que sostuviera su amada grabadora, mientras él fumaba sin parar. Exigió, con su estilo de pocos amigos pero amigo al fin, que narrara minuciosamente lo declarado a la policía y al Ministerio Público.

Palabras más palabras menos esto fue lo que le dije a la policía y al MP, porque la policía le pasó mi declaración al Ministerio Público, aunque es ilegal así ocurrió, y no pienso protestar, solo quiero salir de este separo.

Me levanté a las seis de la mañana, como lo hago todos los días de lunes a viernes y los sábados en que me toca trabajar. Diez minutos en la caminadora y diez minutos en la bicicleta fija. Después el baño, la afeitada y a vestirse. Con la corbata sin anudar fui hacia el comedor para desayunar. Todo en automático, porque la rutina se vuelve automática o la vida automática es la que se hace rutina. Qué sé yo. No olía a café, ni a huevos rancheros, ni a naranjas exprimidas. Pensé que Violeta se había quedado dormida y yo sin desayuno.

Cuando entré al comedor la luz estaba apagada. Violeta se durmió, dije y maldije. Salí apresurado, en la oscuridad, eran las seis y media y aunque el banco me queda a cuatro cuadras tenía que checar a las siete en punto, si no se pierde el premio anual por puntualidad.

Me llevé por delante una silla y un bulto sobre la silla. Me golpeé una rodilla y grité. No lo puedo explicar. En un instante todo se me vino a la cabeza como un huracán enloquecido, supe que el bulto era Violeta. Corrí a encender la luz. La vi y el grito de dolor por lo de la rodilla se volvió alarido de horror. Estaba amarrada a la silla, con un cable. No quise verla más, aterrado salí corriendo a la calle. Me paré en la puerta y el alarido de antes se hizo gemido de plañidera. No sé cuanto tiempo pasó, tal vez un minuto o dos, en esos casos el tiempo se hace eterno.

De pronto apareció Lalo Cohen, un vecino que sale todas las mañanas a correr al parque a la misma hora. Se parece a Kant, ya que según dice la leyenda la gente ponía en hora su reloj cuando él salía a dar su caminata.

¿Qué te pasa Mikel? Preguntó Lalo. Intentaba responderle. No podía por más que lo intentaba, con el llanto atragantado en la garganta y una tembladera imparable en todo el cuerpo era imposible articular palabra.

Me puse a gritar. El vecino aplastó una mano sobre mi cara. Es decir, me dio un bofetón que dejó mi cabeza como una sonaja, y se lo agradezco porque parece que es lo mejor para quitar la histeria.

¿Qué te pasa Mikel? Repitió enfadado y con dureza. Está muerta, mascullé. ¿Quién está muerta? Más enfado y voz más dura. Violeta, respondí con una calma que no tenía.

--¿Violeta? ¿Estás seguro? No puede ser, estuve hablando con ella, ayer en la tarde. No puede ser.

--Yo no la maté, yo no la maté, yo no la maté... --le decía a Lalo y él me apretó un brazo tan fuerte que casi me lo quiebra.

--Estás histérico, debe estar desmayada, vamos a ver --ordenó Lalo y de un empujón me apartó de la puerta. Ven conmigo y sin chillar.

Ordene que te ordene el vecino. Agarrándome de las paredes del pasillo para no caerme, lo seguí. Entramos al comedor y me tapé los ojos con el brazo dolorido por el apretón.

--¡Chingada madre! ¡La mataron! --fueron las primeras palabras de Lalo. Y las segundas ¡hay que llamar a la policía! Él se fue para el teléfono y yo para el piso. Caí junto a Violeta y perdí el conocimiento.

No sé si me despertó el dolor o el sonido plaf, plaf, plaf, de las cachetadas de Lalo. Lo que fuera hizo que pegara un salto lo más lejos posible de la muerta y le reclamara al inhumano vecino ¿por qué pegas, bestia? Él como si me hubiera acariciado.

--¡Hombre!, hay que estar a la altura.

--¿A la altura de qué? Yo me voy al banco, ya llego tarde.

--No vas a ninguna parte. Viene la policía y tendrás que declarar --me dijo sin compasión.

Empecé de nuevo con la temblorina y la retahíla yo no la maté, yo no la maté. Cerré la boca al ver que se alzaba la pesada mano de Cohen.

Cuando llegaron las fuerzas del orden me acusaron apenas verme, sin preguntarme mi nombre y sin ninguna prueba me llevaron detenido. Pero de eso no voy a hablar porque usted ya lo sabe, le dije al comandante.

El comandante, que dijo llamarse Ponce de León, me miró con cara de perro rabioso, hasta creí ver que le escurría baba por las comisuras de los labios.

--Su declaración es pura mierda, no ha dicho una palabra que valga la pena, que aclare algo, volvamos a empezar --gruñó el tipejo, muy protegido detrás de su escritorio y con unas tremendas pistolas encima, así cualquiera se da el lujo de miradas de perro acompañadas de gruñidos.

--Me levanté a las seis de la mañana, como...

--¡Basta de pendejadas, ahora va a responder a mis preguntas! ¿Entendió? --ladró el señor comandante.

--Lo que a usted le parezca...

--Por supuesto. Lo que a mí me parezca.

Entró un poli con unos folders y una mujer con una botella de refresco de cola, de un litro, que dejó sobre el escritorio al lado de un revólver.

--Este pendejo me va a volver loco, ya no me aguanto las ganas de reventarle los sesos contra la pared --dijo el de la mirada rabiosa.

--Tranqui, mi comandante, no haga corajes, este pájaro tarde o temprano vomita, suelta hasta el último fideo de la sopa.

--Todos son inocentes, a pesar de que hayan descuartizado a su santa mamacita y la hayan usado para hacer mixiotes --dijo la del refresco.

--Acá todos son culpables hasta que demuestren lo contrario --sentenció el rabioso y los otros le festejaron el chiste con sonoras carcajadas.

Al perro lo calmó el poli recién entrado y la refresquera. A mí no me calmó nadie. Las tripas me rugían de tal manera que supe que debía correr al baño. Pedí permiso y fue denegado. No me hice de milagro, creo que me distrajo el tener que responder por quinta o sexta vez lo mismo, lo cual evité reclamarle al comandante.

--A ver, diga: nombre completo, lugar y fecha de nacimiento, profesión, a qué se dedica, sabe leer y escribir, nombre de los padres, desde cuando vivía en casa de la occisa.

--Mikel Ortiz Goitia. Ciudad de Puebla, bla, bla, bla...

--Nombre de tres personas conocidas que puedan dar referencias de usted. Domicilio y teléfono.

--Pero si no voy a abrir ninguna cuenta bancaria, ni a pedir una tarjeta de crédito. Las referencias no son necesarias.

--¡Basta de pendejadas! Limítese a responder mis preguntas. ¡Me estás volviendo loco pinche puto! Vamos de mal en peor.

--Perdone, pero quiero manifestar que no soy homosexual.

--Si sigues así cabrón, hijo de tu rechingada madre, en el bote vas a terminar siendo más puto que las gallinas.

No tuve aliento para responderle que me estaba condenando y mandando a la cárcel sin ninguna prueba. Y yo soy inocente. Yo no maté a Violeta, que en apenas unas horas perdió su nombre y se transformó en la occisa.

--Vamos de mal en peor --dijo el de la mirada de perro rabioso y dio tal puñetazo sobre el escritorio que bailaron las pistolas, los papeles, los teléfonos, el portalápices y casi se cae el refresco.

Cuánta razón tenía el comandante. Eso no era nada, lo que siguió fue peor.

VOCES

Casete Voces. Lado B.

16 de julio de 2007.

Idéntico problema al casete Lado A. Imposible lograr que estos vecinos hablen de uno en uno.

Quiero saber por qué a Lalo no lo llamaron a declarar. Es periodista. A la policía no le gusta que los periodistas anden husmeando en sus chanchullos. Deja que él responda. Fui el primero en declarar. ¿Y qué declaraste? Declaré lo poco y nada que sabía de Violeta. ¿Vieron a un hombre o una mujer desconocidos rondando por la cuadra unos días antes, el mismo día, en la tarde o noche? ¿Oyeron golpes, gritos, cualquier cosa fuera de lo corriente? A esta colonia la reventaron las autoridades, ya no es lo que era. Con los chorrocientos restaurantes, bares, antros y demás basura está repleta de foráneos. A ver, dime, cómo vas a notar si esos desconocidos son o no presuntos asesinos o rateros o violadores. ¡Carajo! Cómo vas a distinguir un grito de auxilio si se la pasan gritando de histeria o de drogados o de borrachos. El parque México, el más hermoso de la ciudad, y frente a él la mataron. Nadie vio nada, nadie oyó nada. Yo vi a Mikel despedirse de una chava, en el parque, estaba paseando a mi perro. Eran más de las doce. Nos saludamos. Entonces Mikel no la mató porque Lalo dijo que la muerte fue entre las diez y media y once. Esto sí que es un alivio. De solo pensar que convivíamos con un Mataviejitas se me pone la piel de gallina. De ninguna manera podía ser Mikel. Ella hablaba bien de él y él hablaba bien de ella. Además es un chico muy formal, muy cumplido. Pobre muchacho, espero que no lo maltraten y que lo dejen en libertad. No se vale echarle la culpa a un inocente.

MIKEL

Casete Mikel Ortiz. Lado B.

17 de julio de 2007.

El rabioso me preguntó a qué hora llegué la noche del crimen. Le dije, muy tarde, pasadas las doce. Fui derecho a mi recámara, tratando de no hacer ruido para no despertarla. Entonces quiso saber a qué hora llegaba habitualmente por las noches. Entre las ocho y media y nueve, veo un rato la tele y me duermo porque me levanto a las seis de la mañana, respondí.

--Y precisamente aquella noche llegó después de las doce. ¿Por qué?

--Fui a misa de ocho, a la parroquia de la Coronación y al salir me puse a platicar con una señorita con la que ya había hablado otras veces. Ella me invitó a tomar un café, después dimos una vuelta por el parque. Quedamos en volver a vernos en la misa de una, del próximo domingo.

--A ver, a ver. ¿Usted va todos los días a misa?

--No, sólo los domingos o por un acontecimiento especial.

--¿Qué había de especial esa tarde? ¿Iba a pedir perdón por asesinar a su casera?

--¡Yo no la maté! Fui porque era el aniversario de la muerte de mi abuelita.

--Nombre y apellidos, teléfono y domicilio de la tal señorita. ¿Estudia? ¿Trabaja? ¿Dónde? ¿Con quién vive?

--Beatriz. Se llama Beatriz, no le pregunté su apellido.

--Seguramente tampoco le preguntó dónde vive. Su coartada es perfecta. ¿Sabe a qué hora mataron a su casera? Sabes, pinche puto, que si hubieras llegado como todas las noches ella estaría viva. Pero no, justo esa noche llegaste tarde y tan tarde que ni siquiera te encontraste con el asesino. Qué casualidad, tan ordenado en sus horarios el jotín y esa noche derrapa, una desconocida lo entretiene por horas y ni llega a tiempo para pedir auxilio o llamar a una ambulancia.

--¡Yo no la maté! ¡Yo no la maté. Se lo juro por Dios y la santa Virgen María!

--No blasfemes, puto hijo de puta. Y más te vale que confieses de una buena vez porque ya estoy hasta la madre de oírte decir pendejada tras pendejada. Ni siquiera tienes una buena coartada.

--Necesito ir al baño. ¡Déjeme ir al baño!

--Denegado. Y más vale que no te cagues. No soporto el olor a mierda, me vuelve más loco que tú. Soy capaz de cortarte en tiras con una hoja de afeitar. ¿Me entiendes?

Sí que lo entendía. El efecto de esa amenaza me aterrorizó, la sola idea de verme transformado en tinga poblana y ser devorado en tacos, paralizó mis intestinos y mi vejiga. Pensé en Beatriz, tan dulce y buena, sentí un cierto alivio que duró apenas unos segundos porque el perro volvió a la carga.

--Saliste con una chava, desconoces su apellido, su teléfono y su domicilio. Saliste con una chava y no sabes nada de ella. Sin duda es tu cómplice y la estás encubriendo. Mientras ella entretenía a la occisa tú le amarrabas las tres vueltas de cable en el cuello, le sujetabas las manos en la espalda y las piernas a las patas de la silla. ¡Qué asco! ¡Hacerle eso a una pobre anciana indefensa! ¿Quién tiene el botín? Porque la mataron para robarle. ¿O la mataron por pura diversión? Tú y esa Beatriz son dos cubetas de mierda. De la cadena perpetua no se salvan, se van a pudrir en la cárcel.

La cadena perpetua por un crimen que no cometí me aflojó la vejiga y me meé. Es inútil contar todas las burlas que hizo y las barbaridades que dijo el rabioso. Solo pensaba en salvar a Beatriz, otra inocente que por tomar un café y un jugo de piña conmigo se iba a pudrir en la cárcel. El perro llamó por TEL a no sé quién, al instante tocaron la puerta y entró un tipo con un bloc grande de dibujo y muchos lápices y gomas de borrar.

--Dame la descripción física de tu cómplice, fidedigna, ¿me entendiste? Si mientes te corto los güevos con este cúter o te los vuelo de un plomazo.

--Beatriz es... Alta, delgada, frágil, de piel blanca. El cabello castaño claro y corto. Los ojos pequeños y almendrados. Boca chica y labios finos. La cara alargada. Nariz mediana y recta.

Repetí veinte veces lo mismo. Lo bueno fue que el perro me dejó en paz, por un rato. El dibujante me mostraba el rostro y hacía preguntas, trazaba rasgos, borraba, volvía a trazar. Al final Beatriz quedó muy guapa y el rabioso una vez más sobre su presa.

--¿Cuándo y dónde quedaste en encontrarte con tu cómplice?

--No es mi cómplice y no quedamos en nada.

--¡Vaya con la astucia del puñalón! No quedamos en nada, y nomás hace cinco minutos dijiste que se verían el próximo domingo en la parroquia de la Coronación, en la misa de la una. ¡No vas a llegar al reclusorio! ¡¡Antes te voy a matar, pedazo de mierda!!

Saltó de su silla, tomó un revólver y me puso el caño en la boca. Gritaba, poseído por todos los demonios del infierno, te voy a matar puto, te voy a matar puñalón, te voy a matar hijo de la chingada. Mis tripas no resistieron. Me cagué. Más gritos, más amenazas, hasta que se aburrió y llamó a otros para que me llevaran a un baño y me dieran ropa limpia y que no regresara oliendo a mierda. El olor me desquicia, ladraba con la boca llena de espuma blanca.

El baño con agua helada y jabón Zote fue un vuelve a la vida, me quitó el olor y un poco de humillación. De regreso con el hidrofóbico, envalentonado, fui el primero en hablar.

--Si quiere matarme, máteme. No pienso decir una palabra más hasta que avisen a mis padres y esté presente mi abogado.

--Se nota de lejos que este puñalón se la pasa viendo películas policiales gringas. A ver, traigan el Código Penal que le voy a leer sus derechos.

Sacó del cajón de su escritorio una revista Proceso, hizo como que leía: tiene derecho a guardar silencio, cualquier cosa que diga puede ser usada en su contra. Los presentes, tal como parece costumbre en el ambiente, festejaron el chiste con sonoras carcajadas. Me valió madres.

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